La chica del sombrero con volado

Frank Thomas Smith

Traducción: María Teresa Gutiérrez

Mis infrecuentes viajes a los Estados Unidos, por cuestiones de familia o de negocios, no tenían casi nunca nada de especial. Pero los dos últimos fueron los viajes más especiales de mi vida. El primero comenzó con una travesía de cuatro horas en ómnibus desde mi casa en un remoto rincón de la Argentina hasta la ciudad de Córdoba, donde entré a una agencia de viajes unos minutos después de las tres de la tarde y me dirigí al escritorio de Luciano. Él se puso de pie, sonrió automáticamente y me extendió la mano. Ni bien se la estreché la sonrisa desapareció de su cara con tanta rapidez como había aparecido, mientras me decía:

--¿Viaja hoy...o mañana? --y yo supe que algo andaba mal.

--Hoy, por supuesto. Me miró, su sorpresa era evidente, y se encogió de hombros.

--Correcto, no hay problema. Por alguna razón pensé que era mañana.

Parte de mi trabajo como consultor de cooperativas agrícolas consiste en analizar los malentendidos. ¿Saben cuál es el problema? La gente no escucha. Luciano se sentó y empezó a teclear en su computadora. Yo me senté enfrente y miré el calendario que tenía sobre el escritorio: Viernes 8 de enero. Estaba a punto de decir "Eh, Luciano, tendrías que tener el calendario al día, entonces sabrías cuándo viajan tus clientes", pero en lugar de hacerlo abrí el diario que había comprado en un kiosco frente a la agencia justo antes de entrar, y miré la fecha: Viernes 8 de enero. Sentí que la cara se me ponía roja y me alegré de que Luciano estuviera ocupado cambiando mi reserva y no pudiera notar mi bochorno. Había partido de casa un día antes. No representaba gran diferencia para lo que tenía que hacer en Florida, salvo que quería salir el sábado y llegar el domingo a la mañana para descansar un día y ponerme en acción el lunes. Ahora tendría que ocuparme también del sábado. Pero bueno, era la primera vez que me sucedía algo así. Soy capaz de dejar mis anteojos en el lugar equivocado de vez en cuando, pero ¡equivocarme un día entero!

--Espere un minutito, Sr. Frank. Voy a la compañía aérea a cambiar el pasaje.

Fui a un café de la cuadra de al lado y pedí un cafecito mientras leía el diario. Hablaba más que nada de la recesión económica, el desempleo y las internas partidarias en la Argentina y, naturalmente, la guerra en Kosovo. Todos temas deprimentes, pero más deprimente para mí era el motivo de mi viaje a Florida: cambiar a mi madre de un geriátrico de asistencia moderada a un centro de mayor asistencia médica y lograr que Medicaid se hiciera cargo de la cuenta. Regresé a la agencia de viajes y encontré a Luciano escuchando las tribulaciones de otro pasajero. Me entregó el pasaje en un sobre de plástico y lo inspeccioné con cuidado.

--Todo está en orden, Sr. Frank --me aseguró Luciano--. Todavía tiene mucho tiempo para llegar al aeropuerto.

--¿Me reservaste un auto?

--Sí, por supuesto, Interamericano. Que tenga buen viaje. --Luciano se escabullió hacia su cliente y fijó la vista en el monitor--. Eh, Julieta, --le dijo a la muchacha del escritorio de al lado-- ¿cuál es el código de Santiago de Chile?

--¿Y yo qué sé? Buscálo.

--SCL --dije yo, me temo que con suficiencia, mientras recogía mi bolso y me dirigía hacia la puerta, y todos se dieron vuelta a mirarme.

El corto vuelo hasta Buenos Aires llegó a horario y sin contratiempos. Pasé una hora de las tres horas de espera hasta la salida de mi próximo vuelo leyendo el libro de Carson McCuller "El corazón es un cazador solitario". Lo había elegido porque era pequeño y liviano --no en cuanto a contenido sino a peso. Compré tabaco para pipa en el "freeshop" y recorrí el hall de tránsito observando a los pasajeros que subían en Buenos Aires a medida que iban entrando. La consabida mezcla de turistas nerviosos listos para ir a Disney World y hombres de negocios con aire de esperar una reunión importante inmediatamente después del decolaje. Ví a la muchacha del sobrero con volado un ratito antes de que se anunciara la partida del vuelo. Alta y muy delgada. Joven, demasiado joven para tipos como yo, a menos que se tome en serio las películas de Sean Connery. El sombrero le cubría la parte superior derecha del rostro. Llevaba una falda azul hasta los tobillos con un tajo atrás hasta las rodillas, y una casaca arrugada de lino color crema y sandalias sin taco. Los pies desnudos no son muy apropiados para un viaje aéreo. Tuve que sonreir al darme cuenta de que me estaba preocupando por eso. A menudo se ve turistas con poca ropa que piensan que porque van a un lugar cálido, también hará calor a once mil quinientos metros de altura y llegan a destino estornudando. Pero, a mí ¿qué me interesa? Tal vez porque parecía tan frágil. La idea de acercarme y decirle que se pusiera medias era ridícula. Hacía mucho que había aprendido que los consejos no solicitados son casi siempre mal recibidos. Además, ¿de dónde iba a sacar medias? Yo no le podía ofrecer las mías. La llamada para el vuelo se produjo cuarenta minutos antes de la partida, procedimiento habitual para conseguir meter cientos de pasajeros en un 747 y aún así partir a horario.

Metí el libro en mi bolso de mano y me puse de pie cuando llamaron a abordar el avión a los pasajeros con asientos en las filas 32 a 43. La muchacha, que había permanecido de pie todo el tiempo, se sentó de pronto y sacó de su bolso un par de medias de lana grises. Se quitó las sandalias y se puso las medias. Yo sonreí y asentí con la cabeza: Esa es mi nena.

Tenía un asiento sobre el pasillo para no tener que pasar por sobre otras personas para ir al baño o a estirar las piernas. La ventanilla es preferible si hay algo para ver, pero salíamos a las once de la noche y llegábamos a las seis y media de la mañana. Cuando llegué a la fila 33, ahí estaba ella, en el asiento de la ventanilla. Yo no creo en las coincidencias, lo que no significa que cada vez que uno se sienta al lado de alguien en un ómnibus o en un avión sea parte de su karma, pero esta vez yo ya la había estado observando en el aeropuerto y me había estado preocupando por sus pies fríos. Quiero decir, ¿cuáles eran las probabilidades? Bastante remotas.

-- Hola --dije mientras ponía mi bolso de mano debajo del asiento. Ella sonrió y me saludó con la cabeza al tiempo que se sacaba el sombrero, lo doblaba y lo metía en el bolsillo del asiento de adelante. El pelo negro azabache le combinaba muy bien con los ojos verdes. Se dio vuelta y miró por la ventanilla las luces de la pista, que pronto se convirtieron en estrellitas. Yo abrí "El corazón es un cazador solitario" y leí tres veces el mismo párrafo antes de abandonar el intento.

--¿Pollo o pasta? --farfulló la azafata con una falta de entusiasmo compartida plenamente por los pasajeros. Mis oídos estaban aún tapados así que no oí la primera palabra y dije--: ¿Pasta o qué?

--Pollo --me repitió.

--Pasta --dije con tono resignado.

Mi compañera pidió pollo y, dirigiéndose a mí, dijo: --It's chicken.

Me dí cuenta de que pensaba que yo no había entendido, con mi evidente facha de gringo, así que le dije en español: --Gracias por la ayuda, pero sólo era que tenía los oídos tapados.

Ella se sonrojó y asintió con la cabeza.

Yo pedí vino tinto y agua y ella sólo agua. Comimos en silencio hasta que decidí que ya era hora de romper un poco más el hielo.

--Esta pasta no tiene gusto a nada. ¿Cómo está el pollo?

--Tiene gusto a pasta. --Los dos nos reímos.

--Pero el vino no tiene gusto a agua --dije--. ¿Quiere un poquito?

--Bueno, un traguito solamente --dijo, extendiendo su vaso de plástico. Me incliné sobre el asiento vacío y le serví varios traguitos.

--¿Es de Buenos Aires? --le pregunté.

--No, de Santiago de Chile. ¿Conoce?

--Sí, he estado allí varias veces. Las mujeres chilenas son las más hermosas del mundo, o por lo menos eso es lo que me han dicho.

--Eso es lo que le han dicho --dijo con una sonrisa de oreja a oreja--. ¿Y usted no tiene una opinión personal?

--Oh, sí, yo coincido plenamente.

--Gracias, en nombre de las mujeres chilenas...y usted es norteamericano.

--¿Se nota tanto?

--Ví su pasaporte --confesó mientras trataba de cortar el pollo con el cuchillo de plástico-- cuando estaba en el "freeshop".

Eso había sido antes de que yo me fijara en ella. Así que tenía interés. ¿Qué me dices?

--¿Usted vive en Florida? --me preguntó.

--No, en Córdoba. No tan lejos de Chile en realidad. ¿Conoce por ahí?

--Solamente desde el aire. Queda en la pampa ¿no?

--Una parte, sí. Pero yo vivo en la zona montañosa.

--Ah, debe ser lindo...

Y así continuamos hasta que anunciaron que la película iba a ser "Tienes un e-mail".

--¿Tiene Internet? --le pregunté.

Ella asintió con la cabeza y dijo:

--Oí que la película es buena, pero se me cierran los ojos de sueño.

Me agaché y busqué anotador y lapicera en mi bolso de mano.

--Déme su dirección de e-mail y yo le doy la mía. --Me pasé al asiento del medio, escribí mi dirección en una hoja, la arranqué y se la dí junto con el anotador--. Sí nos perdemos la película, lo cual parece bastante probable, cualquiera de los dos que la vea primero se la contará al otro.

Hay que reconocer que era una excusa poco convincente para sentarme más cerca y averiguar su nombre. Ella leyó mi nombre y dirección de e-mail, titubeó un momento y luego escribió los suyos en el anotador.

--¿Sabe una cosa, Mireya? --me apresuré a decir porque los ojos ya se le estaban cerrando--. Tal vez tenga el fin de semana libre y vaya a la playa. Quizás usted quierría acompañarme.

Me miró a los ojos como preguntando quién era yo y qué debía contestar. Me debería haber sorprendido pero no fue así cuando me respondió que le gustaría.

--Voy a parar en lo de unos amigos en Ft. Lauderdale --dijo en voz tan baja que tuve que acercarme más para poder oírla, y escribió un número de teléfono en el anotador--. Quizás me podría llamar cuando lo sepa --agregó.

--Sí, eso haré.

--¿A qué playa va? --me preguntó--. Espero que no a Ft. Lauderdale o West Palm Beach. No me gustan.

--Que bien, a mí tampoco --me reí--. Prefiero Singer Island. ¿Conoce?

--Oí hablar, pero nunca estuve.

--Está al norte de West Palm, y es bastante más barato.

Asintió con la cabeza y bostezó mientras la película comenzaba a titilar en la pantalla. Miramos un rato sin sonido. Ella levantó las piernas y las apoyó contra el respaldo del asiento de adelante. Luego su cabeza comenzó a deslizarse lentamente hasta apoyarse en mi hombro y percibí su tenue perfume. Cerré los ojos y me dormí.

El vuelo dura sólo siete horas y media, así que entre alcanzar la altitud de crucero y comer, y con las sacudidas y ruidos del avión, es imposible dormir más de unas pocas horas. En mi caso menos aún ya que estaba preocupado por no mover su cabeza apoyada en mi hombro (¿se acuerdan de la canción?). A la mañana siguiente estaba pálida y parecía aún más delgada mientras caminábamos por la manga. Nos separamos al llegar a los mostradores de migración. Le prometí llamarla el viernes a la tarde y le dí un beso en la mejilla. Los ojos verdes parecían enormes en su rostro pálido. Me dí vuelta y pasé como por un tubo por el mostrador para ciudadanos norteamericanos, mientras ella esperaba con los seres inferiores.

Fue una semana tan ajetreada que no tuve tiempo de darme cuenta de lo que estaba haciendo hasta el último momento cuando me despedí de mi madre --quizás por última vez. Estaba sentada en una silla en la habitación que iba a compartir con otra interna.

--¿Tienes que irte ya? --me preguntó. No tenía que irme, en realidad, pero estaba agotado de correr de las oficinas de Medicaid a los bancos, al geriátrico donde mi madre estaba antes, a la agencia de bienes raíces y los nuevos geriátricos posibles. Y el aroma del mar y del tenue perfume de Mireya me arrastraban irresistiblemente lejos del olor rancio a vejez y a orina. Me alejé rápido, casi corriendo, sorteando las sillas de ruedas hasta el ascensor. Esperé con impaciencia que se cerraran sus lentas puertas y, ya en la planta baja, salí con ímpetu al día soleado y crucé rápido el estacionamiento. Puse el aire acondicionado del Honda al máximo y arranqué. Llamé a Mireya desde el motel y le ofrecí buscarla en Ft. Lauderdale a la mañana siguiente, sábado. Pero ella insistió en que nos encontráramos a mitad de camino, que una amiga la llevaría. Así que le dije que fuera hasta Federal Highway y Glades Road en Boca Raton a las nueve, o más temprano si quería. Dijo: "Nine is fine". La rima me hizo dar cuenta de que estabamos hablando en inglés. Tenía tanto acento en inglés como yo en español. Comí algo rápido en un Denny's, miré un poco de televisión y me acosté temprano.

Era una de esas hermosas mañanas de sol de Florida. Llegué a la esquina señalada en Boca Raton cinco minutos antes de la hora fijada y ella ya estaba ahí, esperando sola, vestida de nuevo con una falda larga, pero de un color más claro y de una tela más liviana que la que tenía puesta en el avión. Una remera azul revelaba que tenía el pecho bastante chato. Y el mismo sombrero con volado. Había esperado encontrarme con unas piernas largas y bronceadas saliendo de unos shorts, que era lo que todo el mundo tenía puesto, incluyéndome a mí. Pero había un bolso de mano en el suelo junto a ella, lo cual era sin lugar a dudas una buena señal. El corazón se me aceleró y le ordené que se aquietara, que probablemente no era más que una aventura de una noche con una chica de la mitad de mi edad, y que tendría que tener más juicio.

Me acerqué al cordón de la vereda y me incliné para abrir la puerta. Ella subió, se sacó el sombrero y me sonrió con su sonrisa amplia. Sus dientes eran grandes y blancos y su boca, sensual, para mí, por lo menos, pero de algún modo a la vez inocente.

--Hi --dijo en inglés.

--Hi, ¿hace mucho que esperabas? --le contesté.

--No, unos cinco minutos. Creo que llegué temprano.

--Sí, yo también.

Se inclinó hacia mí y me dio un beso en la mejilla. Juro que me quemó.

--Eso es por llegar temprano --dijo y miró hacia adelante con las manos sobre el regazo y sonriendo levemente.

--Entonces es cierto --le respondí.

--¿Qué?

--Que ser puntual tiene su recompensa.

Tomamos la I 95 hacia el norte. Yo meconcentré en maniobrar a través del tránsito de fin de semana y llegar a destino a salvo, así que no nos dijimos mucho. La radio estaba sintonizada en la NPR y estaban pasando una tanda de música de Gershwin. Mireya movía los labios tarareando la letra bajito. Tenía voz dulce. Me pidió que bajara el aire acondicionado, aunque ya estaba bajo. A mí tampoco me gusta, pero en Florida es necesario. Doblé por Blue Heron Drive, crucé el puente a Singer Island y me detuve en un Days Inn que conozco. Cuando estuvimos en la enorme habitación tamaño Florida, le pregunté si quería ir a nadar un rato antes de que comenzara a hacer demasiado calor.

--Ve tú --me dijo--. Me gustaría descansar un ratito.

¿Descansar? Recién eran las diez.

Yo hacía meses que no veía el océano y me dieron ganas de ir. ¿Debería cambiarme frente a ella, o en el baño? Ella resolvió el problema metiéndose al baño primero.

El agua estaba transparente y templada. Me zambullí, nadé unas brazadas y comencé a flotar panza arriba con la cara al sol. Pasa algo raro con ella, pensé. En primer lugar, hoy en día ninguna mujer joven en su sano juicio se va a pasar el fin de semana con un total desconocido que podría convertirse en Jack el Destripador en cuanto sale la luna... y su ropa...falda larga para viajar cuando todos los de su edad usan jeans o pantalones, el mismo tipo de falda en Florida donde los shorts son furor...y el sombrero con volado.

Me dejé llevar por una ola y regresé al hotel caminando por la arena caliente. La ansiedad que me embargaba no era enteramente sexual; se parecía más a la mezcla de emociones que normalmente se asocia con el amor adolescente. Meneé la cabeza asombrado ante mí mismo. Por costumbre había llevado la llave --es decir, una tarjeta-llave--, así que abrí la puerta y entré a la habitación, que estaba ubicada en la planta baja como en un motel. El aire acondicionado estaba apagado y sólo estaba funcionando el extractor que filtraba aire caliente desde el exterior. Ella estaba tendida desnuda sobre la cama con las piernas abiertas y los ojos cerrados. ¿Me sorprendió, a pesar de todo? ¡Y cómo no! Era aún más delgada de lo que me había imaginado, con pezones como botoncitos marrones sobre senos pequeñísimos. Casi un cuerpo de muchacho; pero las curvas femeninas estaban ahí, levemente esbozadas. Cerré la puerta con llave y crucé la habitación hasta el baño para darme una ducha, tratando sin éxito de no pensar en nada. ¿Cuántos años tendría? ¿25?. Bueno, digamos que 27 para no hacerla de menos de la mitad de mi edad. ¿Qué tipo de actuación esperaba de un potro cansado en el otoño de su descontento? Las preguntas giraban en mi cabeza mientras limpiaba el vapor y me miraba al espejo. Bueno, ningún momento más adecuado que el presente para averiguarlo.

Me tendí en la cama junto a ella esperando a medias que se diera vuelta y me encerrara en un abrazo apasionado, o al menos que girara la cabeza y me sonriera, dejándome a mí que tomara la iniciativa. Pero no se movió y me dí cuenta por su respiración que estaba profundamente dormida. ¿Qué diablos hago ahora? Uno de mis peores defectos es que cuando no sé qué hacer generalmente no hago nada. Sin embargo, en esta ocasión resultó ser lo acertado. Cerré los ojos y me quedé dormido, lo que no me costó nada después del mar y del sol.

Me desperté con una cortina de pelo negro cayendo a ambos lados de mi cara y unos límpidos ojos verdes clavados en los míos.

--Qué hermoso sueño tienes --susurró. Empezó a moverse encima mío y apenas sentía su peso. Tardó un poco, pero al final una erección se plantó entre sus piernas.

--Vas a ser suave, ¿no? --me preguntó--. Sé que eres una persona suave.

Asentí con la cabeza lo mejor que se puede teniendo la cabeza sobre la almohada. Por alguna razón me fallaban las palabras, ni siquiera pude decir "sí". Levanté los brazos para abrazarla.

--Por favor --me dijo, y me pareció que había urgencia en su voz--, no me toques la espalda.

¿Por qué no? ¿Qué pasaría si le tocaba la espalda? Me recordó a la princesa china que siempre usaba una cinta alrededor del cuello. Cuando el príncipe se la quitó mientras dormía, se le cayó la cabeza. Dejé caer mis brazos a los costados como si estuviera sobre una cruz. Ella comenzó a buscar mi pene.

--Mireya...eh...no crees que deberíamos usar algún tipo de protección?

Le llevó un momento entender lo que quería decir, lo suficiente para que mi erección se cayera y --pensé, con leve pánico-- tal vez no se volviera a levantar.

--Ah, no quiero nada de eso, tú sí...de verdad?

--Bueno...

--¿Tienes miedo del sida?

La verdad es que sí, le tengo un miedo mortal al sida.

--No, pero...bueno...hoy en día... --me sentí peor que un cobarde, me sentí un traidor, un enemigo del amor.

--No tienes por qué preocuparte --me dijo, sonriendo sin malicia--. No he estado con ningún hombre desde mi primer novio, y eso fue hace diez años. --Puso su cara junto a la mía y se aflojó--. El período de incubación es menos que eso, ¿no?

--Sí --contesté--, pero ¿y yo? Quiero decir, tú no me conoces muy bien.

--No te conozco para nada --murmuró en mi oído--. Y,sin embargo, te conozco perfectamente y desde hace mucho tiempo. No tengo miedo, de verdad.

No supe qué contestarle, así que me quedé allí tendido como crucificado.

--Pero hay una cosa --agregó, levantando la cabeza para mirarme--. No puedo quedarme embarazada.

--Por supuesto.

--Así que...así que quizás tengas razón. Es decir, sería... --buscó la palabra adecuada-- ...injusto.

¿Injusto para quién?, pensé pero dije "No te preocupes", calculando que iba a salir antes de eyacular.

--¿Podrías...podrías no eyacular? --me preguntó.

Bueno, eso era bastante diferente, pero asentí con decisión. Y, qué maravilla, mi erección también estuvo de acuerdo. Fui suave, muy suave, moviéndome despacito o casi nada. Ella se arqueó encima mío, se estiró hacia el techo y gimió, luego cayó sobre mí y la cortina negra de su pelo me cubrió la cara. Enseguida volvió a erguirse, se estiró ahora hacia las estrellas y pareció alcanzarlas porque su gemido fue más como un grito apagado. Después de la tercera vez, yo sabía que no podía aguantar mucho más, así que la acosté suavemente a mi lado y nos quedamos abrazados durante un largo rato. Ella se durmió unos minutos y yo sentí placer de haberle dado tanto placer.

Era oscuro cuando nos levantamos de la cama. Ninguno de los dos había comido nada desde el desayuno, y no estaba seguro si ella había desayunado siquiera. Cuando estuvimos bañados y cambiados, fuimos al restaurant del hotel. Pedimos pez espada y vino blanco, y yo me dispuse a hacerle algunas preguntas. Pero no fue necesario. Ella comenzó a hablar.

--¿Te preguntaste por qué no quise que me tocaras la espalda, Frank?

--La verdad es que sí. Pensé que tal vez fuera una especie de fetiche al revés.

Ella no se rió.

--Tuve una operación, sabes. Y me quedaron unas horribles cicatrices en la espalda. --Se le llenaron los ojos de lágrimas a sus ojos, pero parpadeó rápido varias veces y desaparecieron. O tal vez fue mi imaginación.

--¿Qué clase de operación?

--Tuve cáncer de pulmón...o aún lo tengo, no lo sé.

Eso explicaba muchas cosas, pero no sabía exactamente cómo. Tomé un saludable trago de vino y dije:

--Cuéntame, Mireya.

--Puedes mirarlas --se apresuró a decirme--. Es sólo que no quería que fuese hoy. ¿Se puede entender...o es una tontería?

--Sí, por supuesto. Hoy es especial.

Me tomó la mano.

--Sí, lo es. Muy especial.

--Está bien, no necesito verlas --dije, y la verdad era que no tenía ningún deseo de hacerlo.

Se tiró el pelo hacia atrás.

--Hace doce años que lo tengo, no en los pulmones, allí comenzó hace dos años. Me empezó en la pierna. Me lo sacaron y empecé a tomar medicación antroposófica. ¿Sabes qué es? --Meneé la cabeza--. Es como la homeopatía, pero mejor. Estoy segura de que ha sido eso lo que me ha mantenido viva todo este tiempo.

--¿Y ahora está curado? --le pregunté. Deseaba que estuviera curado.

--No sé. Por eso estoy aquí. Hay un cirujano maravilloso aquí, amigo de mi familia, que me operó la última vez. No la pierna --se apresuró a aclarar--, también tuve una operación de pulmón --y casi sin parar agregó-- Verdaderamente he tenido mucha suerte. No tienes idea de lo buena que ha sido la gente conmigo.

Yo no diría que tener cancer de pulmón sea exactamente tener suerte, pero no dije nada.

--Y otros amigos me pagaron el viaje. Hace algunos meses me descubrieron -- eso fue en Chile, donde tengo un doctor estupendo pero que no es cirujano -- él me descubrió unos pequeños nódulos en los pulmones, sólo uno en cada pulmón.

--Entiendo --dije--. ¿Y la última vez, es decir, la operación?

--Esa vez fue mucho peor. Me sacaron casi la mitad de cada pulmón --frunció el ceño--. Pero a veces hasta las cosas pequeñas son graves.

--Sí.

--No han crecido, pero el médico quería examinarme de todos modos y hacer nuevas radiografías y otros exámenes.

--¿Así que eso fue lo que hiciste durante la semana?

--Sí, eso fue lo que hice. ¿Y sabes lo que me dijo el médico? --de pronto se iluminó la cara como a una niña feliz--. Dijo que no veía necesidad de otra operación, que parecían insignificantes, y que si no crecen voy a andar bien.

Le estreché la mano y esta vez fui yo el que parpadeó.

--Eso es fantástico, Mireya.

--¿Ahora ves por qué soy tan feliz? Luego te conocí a tí, que fue la mayor suerte de todas.

La mesa estaba iluminada sólo por una vela, de modo que no me vió sonrojarme, pero debo haber puesto una expresión de desconcierto y turbación porque me dijo:

--¿No sabes por qué?

Sacudí la cabeza, es todo lo que pude hacer.

--Porque te amo...y tú me amas a mí, lo siento. ¿No es así?

Y entonces me largué a llorar. Lloré de verdad, lágrimas reales, con la cabeza agachada. Era la primera vez que lloraba en muchos años. No soy del tipo emotivo.

--Sí, Mireya, es cierto que te amo, pero soy yo el que tengo suerte por eso, no tú.

--Entonces los dos tenemos suerte --me dijo, sonriendo y llevándose mi mano a los labios--. Pero te das cuenta ahora por qué siempre ando con estas faldas largas y este sombrero ridículo.

--¿Sí?

--Me encantaría usar shorts como todo el mundo aquí, y correr por la arena y zambullirme desnuda en el mar... pero no puedo. Tengo que cuidarme del sol y casi toda actividad fuerte me cansa. Lo siento, mi amor, debe ser muy aburrido para tí.

--Para nada --le aseguré--. De esa forma puedo ostentar mis músculos mejor. Tú sólo te sientas y observas.

--Ya lo hice, y tienes unos músculos hermosos.

--Ajá, por fin te agarré mintiendo.

--No es mentira, es verdad --dijo entre risas--. Lo único que no son muy grandes.

--Pero sí hermosos.

--Exactamente --se rió de nuevo--. Se supone que no tendría que tomar vino tampoco --agregó bebiendo de a sorbitos y mirándome por sobre el vaso como una pecadora irremisible--. Y si quedara embarazada realmente no sé qué haría.

--Claro, entiendo.

--Sabes, si no estuviera...enferma..nunca habría venido aquí contigo --los ojos le brillaban con destellos azulverdosos a la luz de la vela--. Pero el tiempo está en mi contra. Algo ha ocurrido en mi interior que no puedo contener, que no quiero contener. Porque no creo que tendré otra oportunidad de sentir algo así de nuevo.

En verdad se cansaba con facilidad. Tuve casi que cargarla hasta la habitación, e incluso ayudarla a desvestirse. Se quedó dormida inmediatamente en cuanto puso la cabeza en la almohada. Yo bajé hasta el mar y me quedé observando las estrellas durante largo rato antes de regresar junto a ella. A la mañana siguiente se quedó en la cama. Me dijo que estaba bien, que sólo quería descansar en gran forma, darse el gusto. A la tarde fuimos a la playa y ella se quedó sentada bajo una sombrilla en una reposera alquilada, observándome nadar por debajo del ala de su sombrero con volado. Durante el viaje de regreso a Ft. Lauderdale le conté como había planeado volar a Florida un día después y cómo me había dado cuenta del error cuando ya era demasiado tarde para arreglarlo. Ahora me parecía que había sido un golpe de suerte, porque si no hubiera perdido un día no nos habríamos encontrado.

--No fue suerte --me dijo Mireya, apoyando la cabeza sobre mi hombro--. Yo tomé ese día.

No estaba seguro de qué quiso decir, y creo que ella tampoco.

A partir de entonces nos comunicamos por e-mail. He conservado su correspondencia porque es tan elocuente y conmovedora. La mía era ...bueno...era yo. Fui a Santiago por negocios varias veces y pasé los fines de semana con Mireya. La última vez estaba en cama a causa, según ella, de un ataque de debilidad. Tenía una casita en el jardín de sus padres: un living que también servía de dormitorio, una kitchenette y un baño, todo en miniatura. Dormí en el suelo junto a su estrecha cama, nada que ver con la habitación del Hilton Carrera que mi cliente me estaba pagando, pero infinitamente más placentero. Me contó que iba a pasar unos meses en la casa de su hermana en el sur de Chile y me pidió que la visitara allí la semana después de Pascua cuando, Mónica, su hermana tenía pensado ir a Santiago. Pero como Mónica no quería dejarla sola, esa sería nuestra excusa para mi visita. Me describió las montañas con éxtasis y dijo que algún día le gustaría vivir allí para siempre. Le dije que sí, que por supuesto iría, que no veía la hora de ir.

--¡Oh, será maravilloso! --exclamó y me abrazó tan fuerte que empezó a toser y tuvo que volverse a recostar.

Fue durante esa visita que me hizo escuchar una grabación. Una voz muy dulce cantando lieder.

--¿Qué te parece? --me preguntó con una sonrisa traviesa.

--Es muy buena --le contesté, y realmente lo era--. Pero no es alemana, ¿no?

Mireya se rió.

--No, sólo memoricé la letra.

Mi asombro fue evidente.

--Sí, estudié canto en el conservatorio y los profesores me decían que tenía una carrera brillante por delante. Ya no puedo cantar, por supuesto --sus ojos me decían "No te preocupes, lo mismo soy feliz".

Mireya no tenía acceso a Internet en el sur de Chile, pero la llamé por teléfono con frecuencia. El lunes después de Pascua, cuando estaba a punto de salir para el aeropuerto, recibí una llamada de la Directora de Salud del geriátrico donde estaba mi madre para informarme que mi madre había muerto mientras dormía. No era algo inesperado y, la verdad, me sentí en cierta forma aliviado porque Mamá ya había soportado demasiado el ser una niña en el cuerpo incontinente de una anciana. Lo que me preocupaba más en ese momento era el inconveniente con la visita a Mireya. Titubeé un instante, luego dije que estaría en el geriátrico temprano el...no, el día siguiente era imposible...un día más, al tercer día después de su muerte. Acababa de llamar a Luciano para cambiar mi reserva de Santiago a Miami y estaba por llamar a Mireya para decirle que me iba a demorar, cuando, por un impulso, se me ocurrió ver si tenía algún e-mail. Había un mensaje nuevo. Estaba en español y venía de Santiago de Chile.

Estimado Don Frank,

Mireya falleció hoy, domingo de Pascua. Tenía un tumor en el cerebro que no había sido diagnosticado y que creció muy rápido. Había cumplido treinta años. Será cremada hoy en Santiago.

Con gran dolor,

Mónica

Había elegido un asiento sobre el pasillo como de costumbre, pero no viajaba mucha gente así que cuando llegué a mi fila me senté en el asiento del medio, un viejo truco para evitar que alguien se sentara a mi lado, y cerré los ojos. Acababa de perder a las dos personas que más amaba en el mundo y no quería que algún locuaz vendedor de zapatos con algunas copas de más se sentara a mi lado. Mientras el avión se dirigía hacia la pista, sentí que alguien pasaba por sobre mis rodillas y se acomodaba en el asiento de la ventanilla. Suspiré resignado y estaba a punto de cambiarme al asiento del pasillo cuando alguien lo ocupó también. Ahí va mi soledad, pensé. Bueno, los voy a ignorar. El avión vibró mientras se elevaba buscando altitud y yo miré hacia mi derecha. Mireya, todavía con su sombrero de volado puesto, me sonrió dulcemente y apoyó su cabeza en mi hombro. Yo sentí su suave perfume. La piel se me tensó y sentí la cabeza ardiente. Lo primero que pensé fue que el telegrama había sido un error o una broma sádica. Sabía que no podía ser así, pero era lo único que podía imaginar. Traté de decirle algo, no recuerdo qué, probablemente sólo su nombre, pero tenía los labios y la garganta resecos y no me salió ningún sonido. Así que me quedé allí sentado, casi como en trance, cuando de pronto la persona sentada a mi izquierda puso su mano --una mano vieja de piel manchada-- sobre la mía y me dio tres palmaditas. Luego cruzó las manos sobre el regazo y miró hacia adelante. A mi madre nunca le había gustado volar y prefería sentarse lo más lejos posible de la ventanilla.

Cerré los ojos de nuevo y pensé qué suerte tenía de poder tener junto a mí a las dos mujeres cuyo amor no merecía en absoluto, por lo menos durante las siguientes siete horas y media.


© 1999 Frank Thomas Smith

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