CUANDO CAE LA NOCHE.

Deirdre Maultsaid

Traduccion: Pilar Sanchez Lapeña

Me despierto. Creo que Tessa está tosiendo otra vez. Duncan sigue dormido, profundamente bajo las mantas, su espalda vuelta hacia mí. Cuando enciendo la luz en el dormitorio de Tessa y miro en su cuna, todo lo que veo es el colchón de plástico. Aunque mi madre lavó las sábanas y las mantas, no sé dónde las puso.

Debería desmontar la cuna ahora. No tengo suficiente fuerza. No puedo agacharme para alcanzar la muñeca que suena de Tessa, la de la falda de lunares y el gorro cosido que había dejado bajo la cómoda todas estas semanas junto al último libro que le leí. Durante su lectura, Tessa inclinaba delicadamente la cabeza hacia mí, como si fuera mayor y entendiera. "Binkie hace olas en su bañera".

Las últimas semanas hemos estado ocupados. Duncan y yo no hemos tenido tiempo para hablar.

Primero fue el jaleo del personal del hospital gritando. Luego sus últimas palabras me ensordecieron. Sólo algunos leves sonidos llegaron a mí: alguien murmurando un ajuste de fechas mientras deambulaban por nuestro comedor, el crujido de los pantalones buenos de mi madre cuando irrumpió en el baño otra vez, el zumbido del coche de los padres de Duncan cuando nos llevaban a nuestras obligaciones burocráticas. Nuestra casa ahora está silenciosa. Salgo del dormitorio de Tessa y me meto bajo las mantas de nuevo. Creo que finalmente me duermo, aunque tengo aún los ojos abiertos y parte de mí aún mira los números rojos del reloj parpadeando.

Todo el día siguiente, mientras recojo los folletos de comestibles y el correo del porche, escucho el sonido de fondo de los locutores de noticias de la televisión hablando del referéndum y mientras preparo una ensalada fresca ( hemos estado viviendo a base de bocadillos de jamón y café ) mis pensamientos se agolpan. Quizás compre pasta de tomate de oferta. Pero junto con dos facturas, abro las tarjetas que han llegado. Una es blanca y como de encaje. Leo las palabras: " Fe en el abrazo de Dios". En la otra se ve una puesta de sol anaranjada. Solo leo la palabra "Destino". Un sedimento fangoso de mareo me da vueltas en la garganta. Me tiendo en la cama y sólo me doy cuenta a la hora de la cena de que la televisión todavía está sonando muy fuerte y que tengo la tarjetas estrujadas en la mano.

Mi amiga Anne me llama por teléfono después de cenar como cada noche.

--¿Has comido?.

--No, creo que no.

--¿Has tomado el aire?

-- Le digo: --Salí al porche.

-- Bien, bien --dice--. Llámame si quieres hablar.

Siempre dice exactamente esas palabras. Me voy a la cama pero a las tres de la mañana me despierto mareada. Un gato está accionando la luz de seguridad del porche del vecino iluminando la curva de la espalda de Duncan. El botón de la alarma brilla en su radio puesto a las 6:20, antes de que abra la piscina. Ahora a Duncan le gusta ir a nadar por la mañana antes de ir a trabajar. Se queda allí, en la emisora de televisión, hasta que anochece y no tiene tiempo de pintar. Duerme. Cuando yo solía dormir, el más mínimo sonido de Tessa, me sacaba inmediatamente de la cama. Cuando me sentaba en la silla de su dormitorio para acunarla, un susurro de fría oscuridad nos envolvía. Tenía entonces que estrecharla más fuerte entre mis brazos y cantarle una nana tras otra mientras la dejaba en la cuna. A veces sólo la arrullaba: "Mm, mm, mm " hasta que su respiración se hacía más lenta. Cómo debo de haberle parecido a ella. El bálsamo de mi voz, el calor de mi pecho, la manta ajustada, todo me convertía en una madre. Quizás.

Algunas personas dicen que el bebé debería dormir de espaldas, otras que sobre su estómago. No quiero saberlo.

Entro de puntillas en la cocina para hacer un bocadillo de mantequilla de cacahuetes a Duncan que le dejo envuelto sobre la mesa. También una naranja. Por la ventana del comedor veo las sombras negras de los abetos y, como nuestra calle está a oscuras, puedo ver las estrellas. ¿Cuándo se apagarán sus luces? Si tenemos una experiencia, la pulimos y la examinamos en todas sus facetas brillantes, entonces brillará también como una estrella. Si las estrellas brillan, la Tierra debe de estar girando, nosotros debemos de estar vivos y debemos de saber algo. No tenemos que pensar. No queda nada que entender.

Durante la universidad, Anne vivió con otros estudiantes, incluyendo a Duncan, en una casa antigua con muchas galerías y habitaciones pequeñas, cada una con su propia puerta de madera. El salón y la cocina estaban en la parte de arriba de la casa; se podían ver las montañas desde las ventanas. Yo evitaba mi pequeño apartamento, a mucha distancia en autobús y a veces me quedaba en la casa. Todos evitábamos nuestros deberes. Alguien gritaba desde la mesita del salón: "¡La hora del mus!" y todos nos juntábamos allí. El piso de arriba de la casa era el dominio de Duncan, dos habitaciones pequeñas, una un dormitorio, la otra un estudio de pintura que Anne y yo curioseamos un día que él estaba en clase de cinematografía. El estudio estaba sorprendentemente ordenado, con algunas cámaras en una estantería, tubos de óleo con las partes usadas dobladas, lienzos apilados apoyados en las paredes. Sus cuadros estaban llenos de torbellinos de campos y árboles magentas, naranjas y verdes lima. Las personas, si había, eran pequeñas formas tenues amontonadas en una esquina del lienzo. Desde el primer día que conocí a Duncan, le había deseado tanto que la parte interna de mis muslos se estremecían. Si él pudiera imprimir su punto de vista en mí, cada luz y cada sombra habrían sido significativas para mí. Pero yo sabía que el equilibrio de la casa se rompería por mí deseo humillante. Tenía que obligarme a mí misma a no quedarme mirando su brillante pelo castaño cada vez que estábamos juntos. Si yo estaba ocupada en la cocina haciendo café y pasaba Ducan por las escaleras, tenía que mirar a mis pies. Apenas podía separar mi cuerpo del suyo; mis pechos apuntaban hacia él. Si sólo una de sus manos, sólo una, por un momento, me acariciara un seno, ¿sería suficiente?. Me tendía en el filo de la cama de Anne, mirando fijamente al techo con una excitación turbulenta e imaginaba a Duncan encima de mí, tan desconocido, ocupado creando sus cuadros brillantes.

Una noche, mientras estaba tumbada leyendo a ratos un libro e intentando no molestar a Anne, a mi lado, oí un ruido repentino que provenía de la habitación de Duncan. Subí de puntillas la escalera de Duncan respirando pesadamente con indecisión, llamé a la puerta y la abrí. No estaba allí. Otra vez oí el ruido. Duncan había trepado a la ventana y desde la galería había subido al tejado. Estaba sentado sobre las tejas con los pies abrazados, así que repté hacía arriba y me senté a su lado aunque sólo llevaba una camiseta y la arenilla me hería las piernas.

Al otro lado de la bahía, las luces del cielo corren brillando sobre las montañas. Bajo nosotros, las filas de casas estaban oscuras. Aquí, en el tejado, todo lo que tenía que hacer era ... coger su mano manchada de pintura. ¿Qué me paraba?

--Adivino que ninguno de los dos podíamos dormir --dije nerviosamente.

--Descansando, nada más. --Duncan me miró de soslayó y empezó a hablar sobre un profesor que aprobó a todos y estaba siendo investigado por el decano.

No pude escuchar lo que estaba diciendo. Puse la mano en su brazo. --Hace frío, ¿no? --dijo Ducan y entonces se levantó y me ayudó a bajar del tejado. Quise que su deseo fuera tan fuerte que saltáramos juntos por la ventana abierta, que nos tirásemos en el mismo suelo de su estudio, que viviera allí, con él, con él, con él. Duncan trepó por la ventana y cuando le seguí dijo: --Estoy cansado. Creo que me iré a la cama. ¿A qué hora es tu primera clase?

--A las nueve y media --dije yo.

--Hasta mañana--. Apagó la luz del estudio, atravesó el salón de su dormitorio y cerró la puerta. Yo me quede de pie, aturdida escaleras arriba. Aquella noche empezó nuestra relación. Seis meses después, Duncan y yo estábamos viviendo juntos en nuestra casita alquilada. En lugar de acabar mis estudios trabajaba tres días por semana metiendo datos en el ordenador de un banco en el turno de noche. Duncan se graduó y consiguió trabajo de ayudante de producción en la TV. Trabajábamos. Íbamos temprano al bar con la gente de la televisión y más tarde a los clubes nocturnos con los artistas y fotógrafos. Casi cada momento que estábamos solos, hacíamos el amor. Una vez Duncan dijo: --Estamos vestidos de fiesta, subiendo la escalera de mármol de una mansión. Una música de vals nos llama desde la puerta abierta. Subimos--.

En la fantasía, él era un caballero. En nuestra cama, yo podía oler la levadura y la sal de la carne bajo las sábanas. Duncan decía: --Estamos bailando al ritmo de un tambor. Saltamos alrededor de un fuego levantando tal polvareda con nuestros pies descalzos que tapa la puesta de sol--. Mi mente se llenaba de imágenes cuando mis manos se deslizaban por sus hombros sudorosos.

Duncan decía: --Estamos sobre el tejado de la ciudad de noche. Podríamos caernos--. No podíamos parar. Cada vez más delirantes, ávidos, ardientes.

No pensábamos.

Concebimos a Tessa.

Le dije a Duncan: --Estoy embarazada--.

El dijo: --¡Oh--!

A los siete meses de embarazo, la placenta se deslizó a una zona peligrosa y tuve que permanecer en cama, así que trabajé en las novelas que había dejado de mi curso de literatura del siglo XIX. Cuando Duncan entraba, yo estaba en la cama, rodeada de latas vacías de Seven-up, aturdida con tanta lectura. Esperando esto, Duncan traía a casa comida preparada y comenzaba a pintar. Yo podía oír sus pinceladas sobre una acuarela apoyada en un rincón del salón. Podía oír el sonido del rápido tecleo en el ordenador. Gritaba: --¿Estás trabajando?--. Él respondía: --Una solicitud de beca--, o --propuesta para una galería--. Esperaba oír sus pasos entrando en el dormitorio. Lo que oía era una ducha que era cada noche más larga y más caliente.

El día después de que naciera Tessa, Duncan dijo: --Su piel es tan rosada--. Dijo: --Es preciosa--. Le compró un oso panda gigante de peluche.

Le compró un lujoso libro de cuentos de hadas.

Oigo ahora una radio y me doy cuenta de que es la alarma de Duncan. He estado de pie frente a la ventana del comedor toda la noche, viendo sin mirar que el cielo ya está iluminándose de gris y que los árboles están cubiertos de bruma. Se han ido las estrellas. Tessa se despertaría al alba. Tan pronto como la cogía de su cuna pataleaba y se estiraba. Le quitaba el pijama mojado y la dejaba rodar y estirarse en una toalla en el suelo durante unos minutos. Hacía un sonido húmedo y feliz de "ung-ga, ung-ga". Estábamos preparadas para el día. Yo solía preguntarme si Tessa sería una de esas duras mujeres jóvenes que iban a plantar árboles en verano y a escalar montañas para divertirse. Solía preguntarme quién llegaría a ser Tessa.

No sabía.

Duncan se mueve en nuestra habitación y luego baja calladamente al salón. Yo sé que no mira en la habitación vacía de Tessa. Enciende la luz de la cocina y aunque se sorprende cuando me ve de pie en el comedor, solamente levanta las cejas educadamente. Duncan lleva puestos los vaqueros y en la mano sus zapatos de trabajar y su ropa buena que deja en la mesa sin darse cuenta del almuerzo que he hecho. Cuando pone la cafetera bajo el grifo suena tan fuerte como una avalancha.

Siento la piernas entumecidas y tengo frío. Me aclaro la garganta, --¿Quieres desayunar--?

--No sé --dice él--, Espera un poco.

--Un poco de harina de avena? --No, gracias --dice Duncan. Saca el cartón de leche. Dentro de unos minutos saltará a la piscina y nadará a conciencia. Es difícil describir a Duncan en el vestidor, envolviéndose pulcramente en su camisa planchada, alisándose el pelo hacia atrás, contando el cambio para comprar una botella de zumo en la máquina del pasillo. Conducirá hasta la emisora de TV y trabajará eficazmente y cara al público todo el día. Es difícil imaginar que charlará con la gente allí.

No puede ser cierto. ¡Oh, sí lo es!

--¿Sabes a qué hora llegarás a casa esta noche? --pregunto.

--Es demasiado pronto para hablar. Intentaré llamarte más tarde--. Ya se ha vuelto para coger sus zapatos y sacar del armario una bolsa de plástico, pero oigo claramente cada palabra que Duncan dice. Su voz se extiende por la cocina.

--Duncan ... --digo.

--¿Qué? --pregunta él--. ¿Qué pasa?

--Escucha, Duncan, no tendrás que hablar con nadie cuando vivas aquí solo. ¿De acuerdo? Y nadie perturbará tus rutinas.

Duncan me mira fijo. Tiene una bolsa de compra arrugada en una mano y sus brillantes zapatos negros en la otra. Ya no queda nada excepto dormir. Somos como estrellas condenadas, consumidas, vacías de todo calor, recorriendo un camino que fuera fijado hace mucho tiempo. Hay infinitas estrellas de ese tipo, muriendo de a millones, yermas, solitarias, inconspicuas.

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