El Gran Inquisidor

Cap�tulo 5 de "Los hermanos Karamazov"

Fyodor Dostoyesky

Traductor desconocido

‑Desde el punto de vista literario, es indispensable un pre�mbulo. La acci�n se desarrolla en el siglo diecis�is, �poca en que, como sabes, exist�a la costumbre de hacer intervenir en los poemas a los poderes celestiales. No me refiero a Dante. En Francia, los cleros de la basoche y los monjes daban representaciones teatrales en las que aparec�an la Virgen, los �ngeles, los santos, Cristo y Dios Padre. Estos espect�culos eran por dem�s ingenuos. Seg�n nos cuenta V�ctor Hugo en su Notre‑Dame de Paris, durante el reinado de Luis XI, para celebrar el nacimiento del delf�n, se ofreci� en Paris una representaci�n gratuita del misterio Le bon jugement de la tres sainte et gracieuse Vierge Marie. En esta obra aparece la Virgen y emite su bon jugement. En Mosc� se daban de vez en cuando representaciones de este tipo, tomadas especialmente del Antiguo Testamento, antes de Pedro el Grande. Adem�s, circulaban una serie de relatos y poemas en los que aparec�an los santos, los �ngeles y todo el ej�rcito celestial. En nuestros monasterios se traduc�an y se copiaban esos poemas, a incluso se compon�an algunos originales, todo ello durante la dominaci�n t�rtara. Uno de tales poemas, sin duda traducido del griego, es �La Virgen entre los condenados�, que nos ofrece escenas de una audacia dantesca. La Virgen visita el infierno, conducida por el arc�ngel San Miguel. La Virgen ve a los condenados y sus tormentos. Le llama la atenci�n una categor�a de pecadores muy interesante que est� en un lago de fuego. Algunos se hunden en este lago y no vuelven a aparecer. ��stos son los olvidados incluso por Dios�: he aqu� una frase profunda y vigorosa. La Virgen, desconsolada, cae de rodillas ante el trono de Dios y pide gracia para todos los pecadores sin distinci�n que ha visto en el infierno. Su di�logo con Dios es interesant�simo. La Virgen implora, insiste, y cuando Dios le muestra los pies y las manos de su Hijo horadados por los clavos y le pregunta: � �C�mo puedo perdonar a esos verdugos?�, la Virgen ordena a todos los santos, a todos los m�rtires y a todos los �ngeles que se arrodillen como ella a imploren la gracia para todos los pecadores. Al fin consigue que cesen los tormentos todos los a�os desde el Viernes Santo a Pentecost�s, y los condenados dan las gracias a Dios desde las profundidades del infierno y exclaman: ��Se�or, tu sentencia es justa!�... Mi poema habr�a sido algo as� si lo hubiese concebido en aquella �poca. Dios aparecer�a y se limitar�a a pasar sin decir nada. Han transcurrido quince siglos desde que prometi� volver a su reinado, desde que su profeta escribi�: �Volver� pronto. El d�a y la hora ni siquiera el Hijo la sabe, s�lo mi Padre que est� en los cielos�, repitiendo las palabras de Cristo en la tierra. Y la humanidad le espera con la misma fe de anta�o, una fe m�s ardiente todav�a, pues hace ya quince siglos que el cielo no ha cesado de conceder gajes al hombre.

‑Cree lo que te dicte tu coraz�n,
pues los cielos ya no dan gajes. 

�Verdad es que se produc�an entonces numerosos milagros: los santos realizaban curaciones maravillosas, la Reina de los Cielos visitaba a ciertos justos, seg�n cuentan los libros. Pero el diablo no dorm�a: la humanidad empezaba a dudar de la autenticidad de tales prodigios. Entonces naci� en Alemania una terrible herej�a que negaba los milagros. �Una gran estrella, ardiente como una antorcha (la Iglesia, sin duda), cay� sobre los manantiales a hizo amargas sus aguas�. Con ello se acrecent� la fe de los fieles. Las l�grimas de la humanidad se elevaban a Dios como en otras �pocas: se le esperaba, se le quer�a, se cifraban en �l todas las esperanzas como en otros tiempos... Hace tantos siglos que la humanidad ruega con fervor: �Se�or, d�gnate aparecer ante nosotros�, tantos siglos que dirige a �l sus voces, que �l, en su misericordia infinita, accede a descender al lado de sus fieles. Antes hab�a visitado ya a justos y m�rtires, a santos anacoretas, seg�n cuentan los libros. En nuestro pa�s, Tiutchev, que cre�a ciegamente en sus palabras, ha proclamado que

�Abrumado bajo el peso de su cruz,
el Rey de los Cielos, bajo una humilde apariencia,
te ha recorrido, tierra natal,
en toda tu extensi�n, bendici�ndote.

�Pero he aqu� que �l ha querido mostrarse, aunque s�lo por un momento, al pueblo doliente y miserable, al pueblo corrompido por el pecado, pero al que �l ama ingenuamente. La acci�n se desarrolla en Espa�a, en Sevilla, en la �poca m�s terrible de la Inquisici�n, cuando a diario se encend�an las piras y

�En magn�ficos autos de fe
 se quemaban horrendos herejes  

�No es as� como �l prometi� venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial, s�bitamente, � como el rel�mpago que brilla desde Oriente hasta Occidente� . No, no ha venido as�; ha venido a ver a sus ni�os, precisamente en los lugares donde crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los hombres bajo la forma que tuvo durante los tres a�os de su vida p�blica. Vedlo en las calles radiantes de la ciudad meridional, donde precisamente el d�a anterior el gran inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad majorem Dei gloriam, en presencia del rey, de los cortesanos y los caballeros, de los cardenales y las m�s encantadoras damas de la corte. Ha aparecido discretamente, procurando que nadie lo vea, y, cosa extra�a, todos lo reconocen. Explicar esto habr�a sido uno de los m�s bellos pasajes de mi poema. Atra�do por una fuerza irresistible, el pueblo se api�a en torno de �l y sigue sus pasos. El Se�or se desliza en silencio entre la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su coraz�n se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz, la sabidur�a, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta el amor en los corazones. El Se�or tiende los brazos hacia la multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura todos los males. Un anciano que est� ciego desde su infancia grita entre la muchedumbre: ��Se�or: c�rame, y as� podr� verte!� Entonces cae de sus ojos una especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama l�grimas de alegr�a y besa el suelo que �l va pisando. Los ni�os arrojan flores en su camino. Se oyen cantos y gritos de ��Hosanna!� . La multitud exclama: ��Es �l, no puede ser nadie m�s que �l!� Se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que transporta un peque�o ata�d blanco donde descansa una ni�a de siete a�os, hija �nica de un personaje. La muerta est� cubierta de flores.

�De la multitud sale una voz que dice a la afligida madre:

� ‑��l resucitar� a tu hija!.

�El sacerdote precede al ata�d y mira hacia la muchedumbre, perplejo y con las cejas fruncidas. De pronto, la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Se�or.

‑�Si eres T�, resucita a mi hija!

�Y le tiende los brazos.

�El cortejo se detiene y depositan el ata�d en las losas. El Se�or le dirige una mirada llena de piedad y otra vez dice dulcemente: �Talitha koum.� Y la muchacha se levanta. La muerta, despu�s de incorporarse, queda sentada y mira alrededor, sonriendo con un gesto de asombro. En su mano se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su ata�d. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen llantos y gritos.

�En este momento pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un anciano de casi noventa a�os, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se percibe todav�a una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos de la Iglesia romana: vuelve a vestir su viejo y burdo h�bito. A cierta distancia le siguen sus sombr�os ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se queda mirando desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ata�d depositado ante El, la resurrecci�n de la muchacha... Su semblante cobra una expresi�n sombr�a, se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden u�a luz siniestra. Se�ala con el dedo al que est� ante el ata�d y ordena a su escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado est� el pueblo a someterse a su autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias del Santo Oficio prenden al Se�or y se lo llevan.

�Como un solo hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el suelo ante el anciano inquisidor, que lo bendice sin pronunciar palabra y contin�a su camino. Se conduce al prisionero a la vieja y sombr�a casa del Santo Oficio y se le encierra en una estrecha celda abovedada. Se acaba el d�a, llega la noche, una noche de Sevilla, c�lida, bochornosa. El aire est� saturado de aromas de laureles y limoneros. En las tinieblas se abre de s�bito la puerta de hierro del calabozo y aparece el gran inquisidor con una antorcha en la mano. Llega solo. La puerta se cierra tras �l. Se detiene junto al umbral, contempla largamente la Santa Faz. Al fin se acerca a �l, deja la antorcha sobre la mesa y dice:

‑�Eres T�, eres verdaderamente T�?

�No recibe respuesta. A�ade inmediatamente:

�‑No digas nada; c�llate. Por otra parte, �qu� podr�as decir? Demasiado lo s�. No tienes derecho a a�adir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. �Por qu� has venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes. �Qu� ocurrir� ma�ana? Ignoro qui�n eres. �Eres T� o solamente su imagen? No quiero saberlo. Ma�ana te condenar� y morir�s en la hoguera como el peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, ma�ana, a la menor indicaci�n m�a, se aprestar�n a alimentar la pira encendida para ti. �Lo sabes?... Tal vez lo sepas.

�Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el preso.

‑No acabo de comprender lo que eso significa, Iv�n ‑dijo Aliocha, que le hab�a escuchado en silencio‑. �Es una fantas�a, un error del anciano, un quid pro quo extravagante?

Iv�n se ech� a re�r.

‑Qu�date con esta �ltima suposici�n si el idealismo moderno te ha hecho tan refractario a lo sobrenatural. Puedes elegir la soluci�n que quieras. Verdad es que mi inquisidor tiene noventa a�os y que sus ideas han podido trastornarle hace ya tiempo. Tal vez es un simple desvar�o, una quimera de viejo pr�ximo a su fin y cuya imaginaci�n est� exacerbada por su �ltimo auto de fe. Pero que sea quid pro quo o fantas�a poco importa. Lo importante es que el inquisidor revele al fin su pensamiento, que manifieste lo que ha callado durante toda su carrera.

‑�Y el prisionero no dice nada? �Se contenta con mirarlo?

‑S�, lo �nico que puede hacer es callar. El anciano es el primero en advertirle que no tiene derecho a a�adir una sola palabra a las que pronunci� en tiempos ya remotos. �ste es tal vez, a mi humilde juicio, el rasgo fundamental del catolicismo romano: �Todo lo transmitiste al papa: todo, pues, depende ahora del papa. No vengas a molestarnos, por lo menos antes de que llegue el momento oportuno.� Tal es su doctrina, especialmente la de los jesuitas. Yo la he le�do en sus te�logos.

‑�Tienes derecho a revelarnos uno solo de los secretos del mundo de que vienes? ‑pregunta el anciano, y responde por �l‑: No, no tienes este derecho, pues tu revelaci�n de ahora se a�adir�a a la de otros tiempos, y esto equivaldr�a a retirar a los hombres la libertad que T� defend�as con tanto ah�nco sobre la tierra. Todas tus nuevas revelaciones supondr�an un ataque a la libertad de la fe, ya que parecer�an milagrosas. Y T�, hace quince siglos, pon�as por encima de todo esta libertad, la de la fe. �No has dicho muchas veces: �Quiero que se�is libres�? Pues bien ‑a�adi� el viejo, sarc�stico‑, ya ves lo que son los hombres libres. S�, esa libertad nos ha costado cara ‑contin�a el anciano, mirando a su interlocutor severamente‑, pero al fin hemos conseguido completar la obra en tu nombre. Nuestro trabajo ha sido rudo y ha durado quince siglos, pero al fin hemos logrado instaurar la libertad como conven�a hacerlo. �No lo crees? Me miras con dulzura y ni siquiera me haces el honor de indignarte. Pues has de saber que jam�s se han cre�do los hombres tan libres como ahora, aun habiendo depositado humildemente su libertad a nuestros pies. En realidad, esto ha sido obra nuestra. �Es �sta la libertad que T� so�abas?

‑Tampoco esto lo comprendo ‑dijo Aliocha‑. �Habla ir�nicamente, se burla?

‑Nada de eso. El anciano se jacta de haber conseguido, en uni�n de los suyos, suprimir la libertad para hacer a los hombres felices. �Pues hasta ahora no se ha podido pensar en la libertad de los hombres, dice el cardenal, pensando evidentemente en la Inquisici�n. Y a�ade: �Los hombres, como es natural, se han rebelado. �Y acaso los rebeldes pueden ser felices? Se te advirti�, los consejos no te faltaron; pero T� no hiciste caso: rechazaste el �nico medio de hacer felices a los hombres. Afortunadamente, al marcharte dejaste en nuestra mano tu obra. Nos concediste solemnemente el derecho de hacer y deshacer. Supongo que no pretender�s retir�rnoslo ahora. �Por qu� has venido a molestarnos?�

‑�Qu� significa eso de que �se te advirti�, los consejos no te faltaron� ? ‑pregunt� Aliocha.

‑Es el punto capital del discurso del anciano, que sigue diciendo:

�‑El terrible Esp�ritu de las profundidades, el Esp�ritu de la destrucci�n y de la nada, te habl� en el desierto, y la Sagrada Escritura dice que te tent�. No se pod�a decir nada m�s agudo que lo que se te dijo en las tres cuestiones o, para usar el lenguaje de las Escrituras, tres tentaciones que T� rechazaste. No ha habido en la tierra milagro tan aut�ntico y magn�fico como el de estas tres tentaciones. El simple hecho de plantearlas constituye un milagro. Supongamos que hubieran desaparecido de las Escrituras y que fuera necesario reconstituirlas, idearlas de nuevo para llenar este vac�o. Supongamos que con este fin se re�nen todos los sabios de la tierra (hombres de Estado, prelados, fil�sofos, poetas) y se les dice: �Idead y redactad tres cuestiones que no solamente correspondan a la importancia del acontecimiento, sino que expresen en tres frases toda la historia de la humanidad futura.� �Crees que este are�pago de la sabidur�a humana lograr�a discurrir nada tan fuerte y profundo como las tres cuestiones que te plante� en tus tiempos el poderoso Esp�ritu? Estas tres proposiciones bastan para demostrar que te hallabas ante el Esp�ritu eterno y absoluto y no ante un esp�ritu humano y transitorio. Pues en ellas se resume y se predice toda la historia futura de la humanidad. En estas tres tentaciones est�n condensadas todas las contradicciones indisolubles de la naturaleza humana. Entonces no era posible advertirlo, ya que el porvenir era un misterio; pero ahora, quince siglos despu�s, vemos que todo se ha realizado hasta el extremo de que es imposible a�adirles ni quitarles una sola palabra. Ya me dir�s qui�n tiene raz�n, si T� o el que te interrogaba. Acu�rdate de la primera tentaci�n, no de las palabras, sino del sentido. Quieres ir por el mundo con las manos vac�as, predicando una libertad que los hombres, en su estupidez y su ignominia naturales, no pueden comprender; una libertad que los atemoriza, pues no hay ni ha habido jam�s nada m�s intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres. �Ves esas piedras en ese �rido desierto? Convi�rtelas en panes y la humanidad seguir� tus pasos como un reba�o d�cil y agradecido, pero, al mismo tiempo, temeroso de que retires la mano y se acaben los panes. No quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la proposici�n, considerando que era incompatible con la obediencia comprada con los panes. Respondiste que no s�lo de pan vive el hombre; pero has de saber que por este pan de la tierra el esp�ritu terrestre se revolver� contra ti, luchar� y te vencer�; que todos le seguir�n, gritando: "�Nos prometi� la luz del cielo y no nos la ha dado!" Pasar�n los siglos, y la humanidad proclamar� por boca de sus sabios que no se cometen cr�menes y, en consecuencia, que no hay pecados, que lo �nico que hay es hambrientos. ��Alim�ntalos y entonces podr�s exigirles que sean virtuosos!�: he aqu� la inscripci�n que figurar� en el estandarte de la revuelta que derribar� tu templo. En su lugar se levantar� un nuevo edificio, una segunda torre de Babel, que sin duda no se terminar�, como no se termin� la primera. Habr�as podido evitar a los hombres esta nueva tentativa y miles de a�os de sufrimiento. Despu�s de haber luchado durante mil a�os para edificar su torre, vendr�n a vernos. Nos buscar�n bajo tierra, en las catacumbas, como anta�o, donde estaremos ocultos (porque otra vez se nos perseguir�) y nos dir�n: �Dadnos de comer, pues los que nos prometieron la luz del cielo no nos la han dado.� Entonces terminar�n su torre, pues para ello s�lo hace falta alimentarlos, y nosotros los alimentaremos, haci�ndoles creer que hablamos en tu nombre. Sin nuestra ayuda, siempre estar�an hambrientos. No existe ninguna ciencia que les d� pan mientras permanezcan libres; por eso acabar�n por poner su libertad a nuestros pies diciendo: �Hacednos vuestros esclavos, pero dadnos de comer.� Habr�n comprendido al fin que la libertad no se puede conciliar con el pan de la tierra, porque jam�s sabr�n repart�rselo. Y, al mismo tiempo, se convencer�n de su impotencia para vivir libremente, por su debilidad, su nulidad, su depravaci�n y su propensi�n a la rebeld�a. T� les promet�as el pan del cielo. Y vuelvo a preguntar si este pan se puede comparar con el de la tierra a los ojos de la d�bil raza humana, eternamente ingrata y depravada. Millares, decenas de millares de almas te seguir�n para obtener ese pan, �pero qu� ser� de los millones de seres que no tengan el valor necesario para preferir el pan del cielo al de la tierra? Porque supongo que T� no querr�s s�lo a los grandes y a los fuertes, a quienes los otros, la muchedumbre innumerable, que es tan d�bil pero que te venera, s�lo servir�a de materia explotable. Tambi�n los d�biles merecen nuestro cari�o. Aunque sean depravados y rebeldes, se nos someter�n d�cilmente al fin. Se asombrar�n, nos creer�n dioses, por habernos puesto al frente de ellos para consolidar la libertad que les inquietaba, por haberlos sometido a nosotros: a este extremo habr� llegado el terror de ser libres. Nosotros les diremos que somos tus disc�pulos, que reinamos en tu nombre. Esto supondr� un nuevo enga�o, ya que no te permitiremos que te acerques a nosotros. Esta impostura ser� nuestro tormento, puesto que nos habr� obligado a mentir. Tal es el sentido de la primera tentaci�n que escuchaste en el desierto. Y T� la rechazaste por salvar la libertad que pon�as por encima de todo. Sin embargo, en ella se ocultaba el secreto del mundo. Si te hubieras prestado a realizar el milagro de los panes, habr�as calmado la inquietud eterna de la humanidad ‑individual y colectivamente‑, esa inquietud nacida del deseo de saber ante qui�n tiene uno que inclinarse. Pues no hay para el hombre libre cuidado m�s continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento. Pero el hombre s�lo quiere doblegarse ante un poder indiscutible, al que respeten todos los seres humanos con absoluta unanimidad. Esas pobres criaturas se atormentan buscando un culto que no se limite a reunir a unos cuantos fieles, sino en el que comulguen todas las almas, unidas por una misma fe. Este deseo de comunidad en la adoraci�n es el mayor tormento, tanto individual como colectivo, de la humanidad entera desde el comienzo de los siglos. Para realizar este sue�o, los hombres se han exterminado unos a otros. Los pueblos crearon sus propios dioses y se dijeron en son de desaf�o: ��Suprimid vuestros dioses y adorad a los nuestros! Si no lo hac�is, malditos se�is vosotros y vuestros dioses.� Y as� ocurrir� hasta el fin del mundo, pues cuando los dioses hayan desaparecido, los hombres se arrodillar�n ante los �dolos. T� no ignorabas, no pod�as ignorar, este rasgo fundamental de la naturaleza humana. Sin embargo, rechazaste la �nica bandera infalible que se te ofrec�a, la que habr�a movido a todos los hombres a inclinarse ante ti sin rechistar: la bandera del pan de la tierra. La rechazaste por el pan del cielo y por la libertad del hombre. Ya ves el resultado de haber defendido esta libertad. Te lo repito: no hay para el hombre deseo m�s acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento. Mas para disponer de la libertad de los hombres hay que darles la tranquilidad de conciencia. El pan te aseguraba el �xito: el hombre se inclina ante quien se lo da (de esto no cabe duda); pero si otro se adue�a de su conciencia, el hombre desde�ar� incluso tu pan para seguir al que ha cautivado su raz�n. En esto acertaste, pues el secreto de la existencia humana no consiste s�lo en poseer la vida, sino tambi�n en tener un motivo para vivir. El hombre que no tenga una idea clara de la finalidad de la vida, preferir� renunciar a ella aunque est� rodeado de montones de pan y se destruir� a si mismo antes que permanecer en este mundo. �Pero qu� hiciste? En vez de apoderarte de la libertad humana, la extendiste. �Olvidaste que el hombre prefiere la paz a incluso la muerte a la libertad para discernir el bien y el mal? No hay nada m�s seductor para el hombre que el libre albedr�o, pero tambi�n nada m�s doloroso. En vez de principios s�lidos que tranquilizaran para siempre la conciencia humana, ofreciste nociones vagas, extra�as, enigm�ticas, algo que superaba las posibilidades de los hombres. Procediste, pues, como si no quisieras a los seres humanos, T� que viniste a dar la vida por ellos. Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y as� impusiste para siempre a los esp�ritus el terror de esta libertad. Deseabas que se te amara libremente, que los hombres te siguieran por su propia voluntad, fascinados. En vez de someterse a las duras leyes de la antig�edad, el hombre tendr�a desde entonces que discernir libremente el bien y el mal, no teniendo m�s gu�a que la de tu imagen, y no previste que al fin rechazar�a, a incluso pondr�a en duda, tu imagen y tu verdad, abrumado por la tremenda carga de la libertad de escoger. Al fin exclamaron que la verdad no estaba en ti, ya que s�lo as� se explicaba que hubieras podido dejarlos en una incertidumbre tan angustiosa, con tantos cuidados y problemas insolubles. As� llevaste a la ruina tu reinado; por lo tanto, no acuses a nadie de ella. �Acaso fue esto lo que se te propuso? S�lo hay tres fuerzas capaces de subyugar para siempre la conciencia de esos d�biles revoltosos: el milagro, el misterio y la autoridad. T� rechazaste las tres para dar un ejemplo. El Esp�ritu terrible y profundo lo transport� a la c�spide del templo y dijo: ��Quieres saber si eres el hijo de Dios? Arr�jate desde aqu�, pues est� escrito que los �ngeles deben sostenerlo y llev�rselo, de modo que no sufrir� el menor da�o. Entonces sabr�s que eres el hijo de Dios y, adem�s, demostrar�s que tienes fe en tu Padre.� Pero T� rechazaste esta proposici�n: no te quisiste arrojar. Demostraste entonces una arrogancia sublime, divina; pero los hombres son seres d�biles y rebeldes, no dioses. T� sab�as que al dar un paso, al hacer el menor movimiento para lanzarte, habr�as tentado al Se�or y perdido la fe en �l. Te habr�as estrellado, para regocijo de tu tentador, sobre esta misma tierra que venias a salvar. �Pero hay muchos como T�? �Puedes tener la m�s remota sospecha de que los hombres tendr�an la entereza necesaria para hacer frente a semejante tentaci�n? �Es propio de la naturaleza humana rechazar el milagro y en los momentos cr�ticos de la vida, ante las cuestiones capitales, atenerse al libre impulso del coraz�n? �Ah! T� sab�as que tu entereza de �nimo se describir�a en las Sagradas Escrituras, subsistir�a a trav�s de las edades y llegar�a a las regiones m�s lejanas, y esperabas que, siguiendo tu ejemplo, el hombre no necesitara el milagro para amar a Dios. Ignorabas que el hombre no puede admitir a Dios sin el milagro, pues es sobre todo el milagro lo que busca. Y como no puede pasar sin �l, se forja sus propios milagros y se inclina ante los prodigios de un mago o los sortilegios de una hechicera, aunque sea un rebelde, un hereje, un imp�o recalcitrante. No descendiste de' la cruz cuando se burlaban de ti y te gritaban entre risas: ��Baja de la cruz y creeremos en ti!� No lo hiciste porque de nuevo te negaste a subyugar al hombre por medio de un milagro. Deseabas una fe libre y no inspirada por lo maravilloso; quer�as un amor libre y no los serviles transportes de unos esclavos aterrorizados. Otra vez te forjaste una idea demasiado elevada del hombre, pues los hombres son esclavos aunque hayan nacido rebeldes. Examina los hechos y juzga. Despu�s de quince siglos largos, �a qui�n has elevado hasta ti? Te aseguro que el hombre es m�s d�bil y m�s vil de lo que cre�as. En modo alguno puede hacer lo que T� hiciste. El gran aprecio en que le ten�as ha sido un perjuicio para la piedad. Has exigido demasiado de �l, a pesar de que le amabas m�s que a ti mismo. Si le hubieses querido menos, le habr�as impuesto una carga m�s ligera, m�s en consonancia con tu amor. El hombre es d�bil y cobarde. No importa que ahora se levante en todas partes contra nuestra autoridad y se sienta orgulloso de su rebeld�a. Es el orgullo de los escolares amotinados que han apresado al profesor. La alegr�a de estos rapaces se extinguir� y la pagar�n cara. Derribar�n los templos e inundar�n la tierra de sangre; pero esos ni�os est�pidos advertir�n que su debilidad les impide mantenerse en rebeld�a durante mucho tiempo. Llorar�n como necios y comprender�n que el Creador, haci�ndolos rebeldes, quiso tal vez burlarse de ellos. Entonces protestar�n, sin poder contener su desesperaci�n, y esta blasfemia les har� a�n m�s desgraciados, pues la naturaleza humana no soporta la blasfemia y acaba siempre por vengarse. As�, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fue la inquietud, la agitaci�n y la desgracia para los hombres. Tu eminente profeta, en su versi�n simb�lica, dice que vio a todos los seres de la primera resurrecci�n y que hab�a doce mil de cada tribu. A pesar de ser tan numerosos, eran m�s que hombres, casi dioses. Hab�an llevado tu cruz y soportado la vida en el desierto, donde se alimentaban de saltamontes y ra�ces. Ciertamente, puedes estar orgulloso de esos hijos de la libertad, del amor sin coacciones, de su sublime sacrificio en tu nombre. Pero ten presente que eran s�lo unos millares, y casi dioses. �Y los dem�s qu�? �Es culpa de ellos, de esos d�biles seres humanos, no haber podido soportar lo que soportan los fuertes? El alma d�bil no es culpable de no poseer prendas tan extraordinarias. �Viniste al mundo s�lo para los elegidos? Esto es un misterio para nosotros, y tenemos derecho a decirlo as� a los hombres, a ense�arles que no es la libre decisi�n ni el amor lo que importa, sino el misterio, al que deben someterse ciegamente, incluso contra lo que les dicte su conciencia. Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fund�ndola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un reba�o y libres del don abrumador que los atormentaba. Dime: �no hemos hecho bien? �Acaso no es una prueba de amor a los hombres comprender su debilidad, aligerar su carga, incluso tolerar el pecado, teniendo en cuenta su flaqueza, siempre que lo hagan con nuestro permiso? Por lo tanto, no has debido venir a entorpecer nuestra obra. �Por qu� callas, fijando en mi tu mirada tierna y penetrante? Prefiero que te enojes; no quiero tu amor, porque yo no te amo. No hay raz�n para que te lo oculte. S� muy bien con qui�n estoy hablando, pues leo en tus ojos que sabes lo que voy a decirte. No tengo por qu� ocultarte nuestro secreto. Tal vez quieras o�rlo de mis labios. Pues lo vas a o�r. Hace ya mucho tiempo que no estamos contigo, sino con �l. Hace exactamente ocho siglos que hemos recibido de �l aquel �ltimo don que T� rechazaste indignado cuando �l te mostr� todos los reinos de la tierra. Aceptamos Roma y la espada de C�sar, y nos proclamamos reyes �nicos de la tierra, aunque hasta ahora no hayamos tenido tiempo de acabar nuestra obra. �Pero de qui�n es la culpa? La empresa est� a�n en su principio, su fin est� todav�a muy lejos, y la tierra tiene ante s� a�n muchos padecimientos; pero alcanzaremos nuestro fin, seremos C�sares, y entonces podremos pensar en la felicidad del mundo. T� habr�as podido empu�ar la espada de C�sar. �Por qu� rechazaste este �ltimo don? Si hubieras seguido este tercer consejo del poderoso Esp�ritu, habr�as dado a los hombres todo lo que buscan sobre la tierra: un due�o ante el que inclinarse, un guardi�n de su conciencia y el medio de unirse al fin cordialmente en un hormiguero com�n, pues la necesidad de la uni�n universal es el tercero y �ltimo tormento de la raza humana. La humanidad ha tendido siempre a organizarse sobre una base universal. En la historia ha habido grandes pueblos que, a medida que han ido progresando, han sufrido m�s y han experimentado m�s profundamente que los otros la necesidad de la uni�n universal. Los grandes conquistadores, como Tamerl�n y Gengis‑Kan, que recorrieron la tierra como un hurac�n, encarnaban tambi�n, sin darse cuenta de ello, la aspiraci�n unitaria de los pueblos. Si hubieses aceptado la p�rpura de C�sar, habr�as fundado el imperio universal y dado la paz al mundo. �Pues qui�n mejor para someter al hombre que aquel que domina su conciencia y dispone de su pan? Nosotros hemos empu�ado la espada de C�sar y, al empu�arla, te hemos abandonado para unirnos a �l. A�n transcurrir�n algunos siglos de licencia intelectual, de vanos esfuerzos cient�ficos y de antropofagia, pues en esto caer�n los hombres cuando hayan terminado su torre de Babel sin contar con nosotros. Entonces la bestia se acercar�, arrastr�ndose, a nuestros pies, los lamer� y los empapar� de l�grimas de sangre. Y nosotros cabalgaremos sobre ella y levantaremos una copa en la que habr� grabada la palabra �Misterio�. S�lo entonces. la paz y la felicidad reinar�n sobre los hombres. Est�s orgulloso de tus elegidos, pero �stos son s�lo unos cuantos. En cambio, nosotros daremos la tranquilidad a todos los hombres. Adem�s, entre los fuertes destinados a figurar en el grupo de los elegidos, �cu�ntos han llevado y cu�ntos llevar�n todav�a a otra parte las fuerzas de su esp�ritu y el ardor de su coraz�n! �Y cu�ntos acabar�n por levantarse contra ti fund�ndose en la libertad que t� les diste! Nosotros haremos felices a todos los hombres, y las revueltas y matanzas inseparables de tu libertad cesar�n. Ya nos cuidaremos de persuadirles de que no ser�n verdaderamente libres hasta que pongan su libertad en nuestras manos. �Ser� esto verdad o una mentira nuestra? Ellos ver�n que les decimos la verdad, pues recordar�n la servidumbre y el malestar en que tu libertad los tuvo sumidos. La independencia, la libertad de pensamiento, la ciencia, los habr� extraviado en tal laberinto, colocado en presencia de tales prodigios y tales enigmas, que los rebeldes furiosos se destruir�n entre s�, y los otros, los rebeldes d�biles, turba cobarde y miserable, se arrastrar�n a nuestros pies gritando: ��Ten�is raz�n! S�lo vosotros pose�is su secreto. Volvemos a vuestro lado. Salvadnos de nosotros mismos.� Sin duda, al recibir de nuestras manos los panes, ver�n que nosotros tomamos los suyos ganados con su trabajo y que luego los distribuimos, sin realizar milagro alguno. Se dar�n perfecta cuenta de que no hemos convertido las piedras en panes, pero recibir el pan de nuestras manos les producir� m�s alegr�a que el simple hecho de recibir el pan. Pues se acordar�n de que anta�o el mismo pan, fruto de su trabajo, se les convert�a en piedra, y ver�n que, al volver a nosotros, la piedra se transforma en pan. Entonces comprender�n el valor de la sumisi�n definitiva. Y mientras no lo comprendan ser�n desgraciados. �Qui�n ha contribuido m�s a esta incomprensi�n? �Qui�n ha dispersado el reba�o y lo ha enviado por caminos desconocidos? Pero el reba�o volver� a reunirse, volver� a la obediencia y para siempre. Entonces nosotros daremos a los hombres una felicidad dulce y humilde, adaptada a d�biles criaturas como ellos. Y los convenceremos de que no deben enorgullecerse, cosa que les ense�aste t� al ennoblecerlos. Nosotros les demostraremos que son d�biles, que son infelices criaturas y, al mismo tiempo, que la felicidad infantil es la m�s deliciosa. Entonces se mostrar�n t�midos, no nos perder�n de vista y se api�ar�n en torno de nosotros amedrentados, como una tierna nidada bajo el ala de la madre. Experimentar�n una mezcla de asombro y temor y admirar�n la energ�a y la inteligencia que habremos demostrado al subyugar a la multitud innumerable de rebeldes. Nuestra c�lera los har� temblar, los invadir� la timidez, sus ojos se llenar�n de l�grimas como los de los ni�os y las mujeres, pero bastar� que les hagamos una se�a para que su pesar se convierta en un instante en alborozo infantil. Desde luego, los haremos trabajar, pero organizaremos su vida de modo que en las horas de recreo jueguen como ni�os entre cantos y danzas inocentes. Incluso les permitiremos pecar, ya que son d�biles, y por esta concesi�n nos profesar�n un amor infantil. Les diremos que todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso, que les permitimos pecar porque los queremos y que cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos mirar�n como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados ante Dios. Y ya nunca tendr�n secretos para nosotros. Seg�n su grado de obediencia, nosotros les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o con sus amantes, tener o no tener hijos, y ellos nos obedecer�n con alegr�a. Nos expondr�n las dudas m�s secretas y penosas de su conciencia, y nosotros les daremos la soluci�n, sea el caso que fuere. Ellos aceptar�n nuestro fallo de buen grado, al pensar que les evita la grave obligaci�n de escoger libremente. Y millones de seres humanos ser�n felices. S�lo no lo ser�n unos cien mil, sus directores; es decir, nosotros, los depositarios de su secreto. Los hombres felices ser�n millones y habr� cien mil m�rtires abrumados por el maldito conocimiento del bien y del mal. Morir�n en paz, se extinguir�n dulcemente, pensando en ti. Y en el m�s all� s�lo encontrar�n la muerte. Pues si hubiera otra vida, es indudable que no se conceder�a a los seres como ellos. Pero nosotros los mantendremos en la ignorancia sobre este punto, los arrullaremos, prometi�ndoles, para su felicidad, una recompensa eterna en el cielo... Se profetiza que volver�s para vencer de nuevo, rodeado de tus poderosos y arrogantes elegidos. Nosotros diremos a los hombres que los tuyos s�lo se han salvado a s� mismos, mientras que nosotros hemos salvado a todo el mundo. Se afirma que la ramera, que cabalga sobre la bestia y tiene en sus manos la copa del misterio, ser� envilecida, que los d�biles se levantar�n de nuevo, desgarrar�n su p�rpura y dejar�n al descubierto su cuerpo impuro. Entonces yo me levantar� y te mostrar� a los millares de seres felices que no han pecado. Yo, que por bien de ellos he cargado con sus faltas, me erguir� ante ti, diciendo: �No te temo. Tambi�n yo he vivido en el desierto, aliment�ndome de saltamontes y ra�ces, tambi�n yo bendije la libertad con que T� obsequiabas a los hombres, y me prepar� para figurar entre tus elegidos, entre los fuertes, ardiendo en deseos de completar su n�mero. Pero volv� en mi y no quise servir a una causa insensata. Entonces me reun� con los que han corregido tu obra. Dej� a los orgullosos y vine al lado de los humildes para darles la felicidad. Lo que te he dicho se cumplir�, y entonces habremos construido nuestro imperio. Te lo repito: ma�ana, a una se�al m�a, ver�s a ese d�cil reba�o traer los le�os ardientes a la pira sobre la que te pondremos por haber venido a entorpecer nuestra obra. Pues nadie ha merecido m�s que T� la hoguera. Ma�ana lo quemar�. Dixi.�

Iv�n se detuvo. Se hab�a ido exaltando en el curso de su narraci�n. Cuando hubo terminado, en sus labios apareci� una sonrisa.

Aliocha hab�a escuchado en silencio, con viva emoci�n. Varias veces hab�a estado a punto de interrumpir a su hermano.

‑�Todo eso es absurdo! ‑exclam� enrojeciendo‑. Tu poema es un elogio de Jes�s y no una censura como t� pretendes. �Qui�n creer� lo que dices de la libertad? �Es as� como hay que considerarla? �Es �se el concepto que tiene de ella la Iglesia ortodoxa? No, lo tiene Roma,y no toda ella, sino los peores elementos del catolicismo, los inquisidores, los jesuitas... No hay personaje m�s fant�stico que tu inquisidor. �Qu� significa eso de cargar con los pecados de los otros? �D�nde est�n esos detentores del misterio que se atraen la maldici�n del cielo por el bien de la Humanidad? �Cu�ndo se ha visto todo eso? Conocemos a los jesuitas, se habla muy mal de ellos, pero no se parecen en nada a los tuyos. T� te has imaginado un ej�rcito romano como instrumento de futura dominaci�n universal, un ej�rcito dirigido por un emperador: el Sumo Pont�fice. �ste, y s�lo �ste, es el ideal que t� imaginas. No hay en �l ning�n misterio, ninguna tristeza sublime, sino la sed de reinar, la vulgar codicia de los bienes terrenales; en suma, una especie de servidumbre futura en la que ellos ser�n los terratenientes. Quiz�s esos hombres no crean en Dios. Tu inquisidor es un personaje ficticio.

‑�C�lmate, c�lmate! ‑exclam� Iv�n, ech�ndose a re�r‑. �C�mo te acaloras! �Has dicho un personaje ficticio? De acuerdo. Sin embargo, �de veras crees que todo el movimiento cat�lico de los �ltimos siglos no se ha inspirado exclusivamente en la sed de poder, sin perseguir otro objetivo que los bienes terrenales? Esto es lo que te ense�a el padre Paisius, �no?

‑No, no; al contrario. El padre Paisius dijo una vez algo semejante, pero no exactamente lo mismo.

‑�Bravo! He aqu� una revelaci�n interesante a pesar de ese �no exactamente lo mismo� . �Pero por qu� los jesuitas y los inquisidores se han de aliar �nicamente con vistas a la felicidad terrena? �Acaso no es posible encontrar entre ellos un m�rtir dominado por un noble sentimiento y que ame la humanidad? Sup�n que entre esos seres sedientos de bienes materiales hay solamente uno semejante a mi viejo inquisidor, que se ha alimentado s�lo de ra�ces en el desierto, para ahogar el impulso de sus sentidos y alcanzar la libertad y, con ella, la perfecci�n. Sin embargo, ese hombre ama a la humanidad. De pronto, ve las cosas claramente y se da cuenta de que conseguir una libertad perfecta representa una pobre felicidad cuando millones de criaturas siguen siendo desgraciadas al ser demasiado d�biles para aprovecharse de su libertad, que estos pobres rebeldes no podr�n acabar nunca su torre y que el gran idealista no ha concebido su armon�a para semejantes est�pidos. Despu�s de haber comprendido esto, mi inquisidor se vuelve atr�s y se re�ne con las personas de car�cter. �Acaso es esto imposible?

‑�Qu� personas con car�cter son �sas? ‑exclam� Aliocha con cierto enojo‑. Las personas a que t� te refieres no tienen car�cter, no constituyen ning�n misterio, no poseen ning�n secreto... El ate�smo: �se es su secreto. Tu inquisidor no cree en Dios.

‑Perfectamente. Es eso, no hay m�s secreto que �se; �pero no significa esto un tormento, cuando menos para un hombre como �l, que ha sacrificado su vida a su ideal en el desierto y no ha cesado de amar a la humanidad? Al final de su vida ve claramente que s�lo los consejos del terrible y poderoso Esp�ritu pueden hacer soportable la existencia de los rebeldes impotentes, de �esos seres abortados y creados para irrisi�n de sus semejantes�. Mi inquisidor comprende que hay que escuchar al Esp�ritu de las profundidades, a ese esp�ritu que lleva consigo la muerte y la ruina, y para ello admitir la mentira y el fraude y llevar a los hombres deliberadamente a la ruina y a la muerte, enga��ndolos por el camino para que no se enteren de ad�nde los lleva, para que esos pobres ciegos tengan la ilusi�n de que van hacia la felicidad. Observa este detalle: el fraude se realiza en nombre de quien el viejo ha cre�do fervorosamente durante toda su vida. �No es esto una desgracia? Si se encuentra un hombre as�, uno solo, al frente de ese ej�rcito ��vido de poder y que s�lo persigue los bienes terrenales�, �no es esto suficiente para provocar una tragedia? Es m�s, basta un jefe as� para encarnar la verdadera idea directriz del catolicismo romano, con sus ej�rcitos y sus jesuitas. Francamente, Aliocha, estoy convencido de que ese tipo �nico no ha faltado jam�s entre los que encabezaban el movimiento de que estamos hablando. Y a lo mejor, algunos de esos hombres figuran en la lista de los Romanos Pont�fices. Tal vez existan todav�a varios ejemplares de ese maldito viejo que ama tan profundamente, aunque a su modo, a la humanidad, y no por azar, sino bajo la forma de un convenio, de una liga secreta organizada hace mucho tiempo y cuyo objetivo es mantener el misterio, a fin de que no conozcan la verdad los desgraciados y los d�biles, y as� sean felices. As� tiene que ser; esto es fatal. Incluso me imagino que los francmasones tienen un misterio an�logo en la base de su doctrina, y que por eso los cat�licos odian a los francmasones: ven en ellos a los competidores de su idea de que debe haber un solo reba�o bajo un solo pastor... Pero dejemos eso. Defendiendo mis ideas, adopto la actitud del autor que no soporta la critica.

‑Tal vez t� mismo eres un francmas�n ‑dijo Aliocha‑. T� no crees en Dios ‑a�adi� con profunda tristeza.

Adem�s, le parec�a que su hermano le miraba con expresi�n burlona.

‑�C�mo termina tu poema? ‑pregunt� con la cabeza baja‑. �O acaso ya no ocurre nada m�s?

‑S� que ocurre. He aqu� el final que me propon�a darle. El inquisidor se calla y espera un instante la respuesta del Preso. �ste guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El Cautivo le ha escuchado con el evidente prop�sito de no responderle, sin apartar de �l sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo habr�a preferido que �l dijera algo, aunque s�lo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso en los labios exang�es. �sta es su respuesta. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: � �Vete y no vuelvas nunca, nunca!� Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas. El Preso se marcha.

‑�Y qu� hace el viejo?

‑El beso le abrasa el coraz�n, pero persiste en su idea.

‑�Y t� est�s con �l! ‑exclam� amargamente Aliocha.

‑�Qu� absurdo, Aliocha! Esto no es m�s que un poema sin sentido, la obra de un estudiante ingenuo que no ha escrito versos jam�s. �Crees que pretendo unirme a los jesuitas, a los que han corregido su obra? Nada de eso me importa. Ya te lo he dicho: espero cumplir los treinta a�os; entonces har� trizas mi copa.

‑�Y los tiernos brotes, las tumbas queridas, el cielo azul, la mujer amada? �C�mo vivir�s sin tu amor por ellos? ‑exclam� Aliocha con profundo pesar‑. �Se puede vivir con un infierno en el coraz�n y en la mente? Volver�s a ellos o te suicidar�s, ya en el l�mite de tus fuerzas.

‑Hay en m� una fuerza que hace frente a todo ‑dijo Iv�n con una fr�a sonrisa.

‑�Qu� fuerza?

‑La de los Karamazov, la fuerza que nuestra familia extrae de su bajeza.

‑Y que consiste en hundirse en la corrupci�n, en pervertir el alma propia, �no es as�?

‑Tal vez me libre de todo eso hasta los treinta a�os, y despu�s...

‑�C�mo puedes librarte? Con tus ideas, no podr�s.

‑Podr� obrando como un Karamazov.

‑O sea, que �todo est� permitido�. �No es eso?

Iv�n frunci� las cejas y en su rostro apareci� una palidez extra�a.

‑Ya veo que ayer cogiste al vuelo esta expresi�n que tan profundamente hiri� a Miusov y que Dmitri repiti� tan ingenuamente. Bien; ya que lo he dicho, no me retracto: �todo est� permitido�. Adem�s, Mitia ha dejado esto bien sentado.

Aliocha le mir� en silencio.

‑En v�speras de mi marcha, hermano ‑continu� Iv�n‑, cre�a que no ten�a en el mundo a nadie m�s que a ti; pero ahora veo, mi querido hermano, que ni siquiera en tu coraz�n hay un hueco para m�. Como no reniegue del concepto �todo est� permitido�, t� renegar�s de mi, �no es as�?

Aliocha fue hacia �l y le bes� en los labios.

‑�Eso es un plagio! ‑exclam� Iv�n‑. Ese gesto lo has tomado de mi poema. Sin embargo, te lo agradezco. Ha llegado el momento de marcharnos, Aliocha.

Salieron y se detuvieron en la escalinata.

‑Oye, Aliocha ‑dijo Iv�n firmemente‑, si sigo amando los brotes primaverales, lo deber� a tu recuerdo. Me bastar� saber que t� est�s aqu�, en cualquier parte, para sentir nuevamente la alegr�a de vivir. �Est�s contento? Puedes considerar esto, si quieres, como una declaraci�n de amor fraternal. Ahora vamos cada cual por nuestro lado. Y basta ya de este asunto, �me entiendes? Quiero decir que si yo no me fuera ma�ana, cosa que es muy probable, y nos encontr�ramos de nuevo, ni una palabra sobre esta cuesti�n. Te lo pido en serio. Y te ruego que no vuelvas a hablarme nunca de Dmitri. El tema est� agotado, �no? En compensaci�n, te prometo que cuando tenga treinta a�os y sienta el deseo de arrojar mi copa, vendr� a hablar contigo, est�s donde est�s y aunque yo resida en Am�rica. Entonces me interesar� mucho saber lo que ha sido de ti. Te hago esta promesa solemne: nos decimos adi�s tal vez por diez a�os. Ve a reunirte con tu ser�fico padre; se est� muriendo, y si se muriera no estando t� a su lado, me acusar�as de haberte retenido. Adi�s. Dame otro beso. Ahora, vete.

Iv�n se march� sin volverse. As� se hab�a marchado tambi�n Dmitri el d�a anterior, bien es verdad que en condiciones distintas. Esta singular observaci�n atraves� como una flecha el contristado esp�ritu de Aliocha. El novicio permaneci� unos instantes siguiendo con la vista la figura de su hermano que se alejaba. De s�bito, observ� por primera vez que Iv�n avanzaba contone�ndose y que, visto de espaldas, ten�a el hombro derecho m�s bajo que el izquierdo.

Aliocha dio media vuelta y se dirigi� al monasterio. Ca�a la noche. Le asalt� un presentimiento indefinible. Como el d�a anterior, se levant� el viento y los pinos centenarios empezaron a zumbar l�gubremente cuando Aliocha entr� en el bosque de la ermita.

�Mi ser�fico padre... �De d�nde habr� sacado este nombre?... Iv�n, mi pobre Iv�n, �cu�ndo te volver� a ver?... He aqu� la ermita... S�, mi ser�fico padre me salvar� de �l para siempre... �

M�s adelante se asombr� muchas veces de haberse olvidado por completo de su hermano mayor tras la marcha de Iv�n, de Dmitri, a quien aquella misma ma�ana se hab�a prometido buscar y encontrar aunque tuviese que pasar la noche fuera del monasterio.